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El Gran Diálogo con Dios

Sin la oración, es imposible profundizar la relación con Dios, porque la oración es el diálogo vivo con el Señor; es la forma en que Él nos habla. 



Por Hno.  Elías


Es una ilusión creer que bastaría con practicar buenas obras, y que, por lo demás, no nos hace falta el diálogo directo con Dios. Ciertamente hay vocaciones especiales, que cultivan la oración con mayor intensidad y le dedican toda su vida. Pero lo que cuenta para todo cristiano es que no puede descuidar la oración, porque, de lo contrario, no habría captado que el carácter de la relación con Dios es el amor.


Un matrimonio, por ejemplo, no vive sólo de lo que hagan juntos los cónyuges; sino también del diálogo, del intercambio y de los gestos de amor que son propios del matrimonio. Lo mismo sucede en nuestra relación con Dios… El Señor quiere que lo escuchemos y que le abramos nuestro corazón, confiándole todo lo que llevamos en él. ¡Y la oración es un camino eminente para hacerlo! Santa Teresa de Ávila, una mujer verdaderamente orante, nos dice que la oración es “el gran diálogo con Dios”.


Aspectos generales sobre la oración 


La oración es un gran regalo de Dios y es el alma de la vida espiritual. A través de ella, tenemos la dicha de entrar en una unión cada vez más íntima con Dios ya en esta vida terrenal.


Todas las diversas formas de oración tienen una meta en común:  primero, la glorificación y adoración de Dios; y, segundo, la transformación del hombre a través de la fuerza del Espíritu Santo, de modo que el rostro de Cristo resplandezca cada vez más en él y su unión con Dios se vuelva más y más profunda. Por tanto, la oración sirve tanto para la propia santificación como para la santificación del mundo, porque, a través de ella, el Espíritu Santo impulsa al hombre a hacer la parte que le corresponde para la expansión del Reino de Dios. 


La clave más sencilla para acceder al mundo de la oración es recordar que la relación de Dios con el hombre es una relación de amor. La razón de nuestra existencia es el amor que Dios nos tiene, y Él está constantemente conquistándonos y luchando para hacernos más receptivos a su amor. 


Vista desde la perspectiva humana, la oración es la respuesta al amor divino. A través de ella entablamos el gran diálogo con Dios, que se enciende en nosotros a través del Espíritu Santo. En la oración tiene lugar el más íntimo contacto del hombre con el Ser de Dios. En otras palabras, se da el profundo encuentro de los corazones: el nuestro con el de Dios. 


Y es que precisamente con Él podemos estar frente a frente, sin escrúpulos y sin miedos, sin falsas justificaciones y sin máscaras, sin tener que dar pruebas de nuestro valor; ¡simplemente respondiendo a aquel diálogo de amor que Él ya inició tiempo atrás con nosotros!


Toda forma de oración será valiosa en la medida en que sea pronunciada con el corazón; es decir, cuando la persona está íntegramente presente en ella. 


Hay que recorrer un camino hasta llegar ahí, pues todavía no estamos siempre y en todo lugar enfocados en Dios con todo nuestro ser. De hecho, es precisamente la oración la que consigue despertar nuestra esencia más profunda como personas. 


Sólo seremos capaces de abandonarnos plenamente en Dios, tanto con nuestros lados buenos como con los oscuros, cuando nos hayamos encontrado con su amor incondicional. Sólo entonces el hombre podrá liberarse de las tensiones de su vida; aquellas tensiones que se generan cuando él se esfuerza en vano por asegurar la aceptación de su propia vida, cayendo así fácilmente en dependencia de otras personas.


La oración le permite a Dios obrar en nosotros a través de su Espíritu, de tal manera que aquellas actitudes nuestras contrarias al querer de Dios y todos los obstáculos que ponemos a su obra puedan ser vencidos, para que el Señor pueda glorificarse a través de nosotros.


Preparación para la oración


La mejor preparación para la oración, que al mismo tiempo es su fruto, es el enfoque de nuestra vida en Dios. Esto significa, en primera instancia, vivir en estado de gracia; es decir, en conformidad con la voluntad divina. 

Sólo bajo esta condición la oración podrá ser profundamente eficaz y Dios podrá penetrar en nuestro corazón. Nosotros, por nuestra parte, nos volveremos cada vez más capaces de escuchar a Dios, de entenderlo y buscarlo entrañablemente. No habrá que empezar cada vez quitando obstáculos fundamentales, que impiden el intercambio con Dios. 

La comunicación con Dios es una necesidad del alma. 


Básicamente se puede hablar siempre con el Señor, elevando el corazón a Él. Esto cuenta también para las personas que viven en el mundo. Pueden, por ejemplo, pronunciar breves jaculatorias, pensar en Dios, dedicarle a Él conscientemente su trabajo cotidiano, etc… Aunque debería resultarnos lo más natural hablar con Dios, así como lo hace un niño con sus padres, no es fácil para nosotros llevar una vida de oración buena y constante. Para lograrlo, será de gran ayuda el silencio.


Recogimiento y silencio


No en vano los maestros de la vida espiritual insisten en que el recogimiento y el silencio forman parte de la oración. El hombre tiende a dejarse absorber por las actividades exteriores de la vida, con lo que se debilita su capacidad de concentración en los contenidos intelectuales y espirituales. 


Sin embargo, dado que la vida de oración no consiste tanto en hablar cuanto en escuchar y recibir, es importante ordenar los pensamientos y sentimientos, y centrar la atención en Dios, en las palabras de la Sagrada Escritura, etc. Nuestra naturaleza caída tiende a la dispersión y cuesta esfuerzo entrar en el recogimiento del espíritu, para dirigir la atención a una persona u objeto determinado. 


En el epílogo de su libro “La fuerza del silencio”, el Cardenal Sarah escribe:

“Desde tiempos antiguos, el silencio es considerado como un baluarte de lo inocente, como un escudo contra las tentaciones y una fecunda fuente de recogimiento. El silencio favorece la oración, porque despierta buenos pensamientos en nuestro corazón. Según San Bernardo, el silencio le ayuda al alma a pensar más en Dios y en la realidad del cielo. Por esta sencilla razón, todos los santos amaron ardientemente el silencio.”


También la serena repetición de ciertas oraciones, como el Santo Rosario o las jaculatorias, ayuda a entrar en este recogimiento y concentración interior, pues a través de ellas el alma puede enfocarse en la única cosa que es necesaria (Lc 10,42), y el espíritu, a menudo disperso, aprende a centrarse exclusivamente en Dios.   


Pero incluso fuera del servicio litúrgico y de un recinto sacro, podemos fomentar actitudes que serán muy favorables para la oración.


Los momentos contemplativos


Para aumentar nuestra capacidad de recogimiento y facilitar la contemplación (que es aquella oración interior en la que Dios va actuando cada vez más como el ‘dador’, mientras que el hombre es el ‘receptor’ y el oyente), es importante y aconsejable que aprovechemos también las circunstancias naturales para el recogimiento. 


Así, una preciosa pieza musical, un bello paisaje u otro acontecimiento pueden recoger nuestros sentidos, y nuestra reacción correcta es dar cabida a este momento de recogimiento y sumergirnos en aquella impresión que recibimos en nuestra alma, acogiéndola como un regalo. Estas experiencias nos tocan más profundamente de lo que podría hacerlo una mera descripción; de manera que podemos hablar de una especie de “contemplación a nivel natural”. 


Nuestra capacidad de conmoción y de asombro ante los verdaderos valores, tiene como última meta a Dios mismo, y, al acogerlos, estamos dando una respuesta de amor. Valores como la belleza de la Creación pueden evocar en nuestra alma un verdadero asombro y a veces incluso una especie de arrebato. ¡Aquellos momentos son inolvidables!


Un valor particular tiene la conmoción que experimentamos ante el amor de Jesús, ante la Palabra de Dios, ante la santa comunión, la liturgia o cualquier otro encuentro directo con el amor de Dios, en sus diversas formas de manifestarse. Estas experiencias despiertan nuestra capacidad de asombro; un asombro reverente y amante. Y si vamos adquiriendo esta actitud contemplativa, haciéndonos cada vez más receptivos a los dones de Dios, ésta se extenderá a todos los campos de nuestra vida, de manera que descubrimos cada vez más la presencia de Dios. ¡Así es como la oración va impregnando toda nuestra vida! 


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