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La Inmanencia del Hombre Moderno

Impulsado por el pensamiento moderno y la ciencia, el hombre se ha ensoberbecido de tal manera, que ha llegado a creer que no necesita a Dios para nada.



P. Jorge Hidalgo


La Cruz es la fuente de la gracia, si no fuera por la acción de Cristo en la Cruz, no podrían existir los Sacramentos. De esta forma, si un católico dice “no creo en el Sacramento de la Penitencia o del Matrimonio”, lo que en realidad está diciendo es que no cree en la eficacia de la Cruz de Cristo.


Ésta es tan solo una muestra de cómo el católico debe aceptar de manera íntegra y total su fe y cómo sin Dios, nada hubiese sido posible. El hombre siempre está indigente, necesita de Dios porque por sí mismo, no es nada.


Lamentablemente, en esta época el hombre tiende a olvidarse de Dios y de sus cosas. Vive un desorden total en los sentimientos, está bombardeado por una cultura, una corriente de pensamiento solo basado en la ciencia, olvida que es un ser religioso y vive sumergido en las cosas del mundo como si Dios no existiera, es inmanente, el hombre permanece dentro de sí mismo y cree que todo lo puede resolver por sí mismo, que no necesita a Dios sino solo para bendecir una estampita o bautizar a su hijo.


A estas alturas, tener fe es una cuestión contracultural porque es algo que va contra el pensamiento moderno que hace creer al hombre que no necesita a Dios. Él, por su parte, quiere arrancarnos de nuestra soberbia, quiere que en un acto de humildad reconozcamos que necesitamos Su ayuda para llegar al Cielo.


Pero ese espíritu de inmanencia no es de ahora, viene al menos desde el siglo XVII con Descartes, y se va acentuando más en el mundo que hoy vivimos por el uso de la tecnología y por la ciencia, que nos hacen pensar que no necesitamos a Dios. Se difunde la idea, por ejemplo, de que el mundo viene del Big Bang, que el hombre viene del mono; se cree que la ciencia encontrará la cura o vacuna con distintas enfermedades y que no habrá muerte.


De más está decir que la ciencia moderna no es en sí misma mala. Es una herramienta. Pero ella misma, usada en una cosmovisión cerrada a la trascendencia, tal como es la filosofía moderna y contemporánea, no le ayuda al hombre a pensar en la eternidad.


En este contexto, cualquier hombre actual puede pensar: “¿Dios para qué está? Parece como que no existe”; ése es el espíritu y pensamiento del mundo moderno que además incentiva los desórdenes de los corazones, de los sentimientos. Este espíritu de inmanencia que vivimos hace mucho más difícil que el hombre pueda creer, que pueda adherirse al don de la fe, cambie y viva de acuerdo a la ley de Dios.

 

La gracia de la trascendencia divina


San Agustín, antes de su conversión se parecía mucho al hombre moderno, era muy soberbio, creía que todo lo podía y lo que no podía, con un poco más de esfuerzo lo podría alcanzar. Conviene recordar lo que dijo en sus Confesiones: Tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y por fuera te buscaba… Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera.


Nosotros también pidamos esa gracia, que nos demos cuenta que siempre necesitamos a Dios Nuestro Señor, que sin la trascendencia divina, sin ayuda de la gracia, sin el don de la fe que nos da el bautismo, sin perseverar en esa vida sobrenatural, no podemos llegar al Cielo.


La trascendencia divina es reconocer que Dios es mucho más de lo que nosotros pensamos de Él, que Dios está mucho más allá de lo que naturalmente podemos hacer y realizar y que si Él no nos salva por su gracia, no podemos llegar al Cielo.


Que Dios nos conceda descubrir los engaños de la ciencia, de la cultura moderna, que no solo es pensada sin Dios sino promovida contra Dios. Que nos conceda no caer en ese engaño y que abra nuestros oídos y nuestros labios a la fe, para que siempre podamos comunicarla a los demás.


Que la Santísima Virgen María, que tuvo más fe que nadie, nos obtenga la gracia de saber que necesitamos el don de la fe, que solo puede ser dado de lo alto, pero que hay que desearlo.


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