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Las Familias Católicas Deben Engendrar Hijos Para el Cielo

Dios siempre regala muchas vocaciones, pero éstas nacen y se desarrollan en las personas y no en las mascotas, ni en los ositos de peluche.


 

P. Christian Viña


Dios, que “creó al mundo, por amor a la Iglesia”, cuida del Cuerpo Místico de Cristo, con todo su amor y providencia de Padre, por el Espíritu Santo. Él aseguró, por su Divino Hijo, que “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16, 18); y, por ello, todo el tiempo, provee de los medios necesarios para su crecimiento. Y regala, así, vocaciones a montones para edificarla, fortalecerla y multiplicar su presencia hasta los confines de la Tierra, para que todos los pueblos sean sus discípulos (cf. Mt 28, 19). Pero, claro, las vocaciones nacen y se desarrollan en las personas; y no en las mascotas, ni en los ositos de peluche…


La primerísima vocación es, entonces, a la vida. Desde el mandato de Dios a Adán y Eva, de crecer y multiplicarse (cf. Gn 1, 28), la familia humana no ha dejado de aumentar. Y cuando los esposos aguardan los niños que la Providencia les mande, especialmente para formar familias numerosas, el Señor bendice esos hogares de una manera notable. Y frente a quienes, desde el ateísmo, la incredulidad y el escepticismo renuncian “a traer hijos para este mundo malvado”, las familias cristianas engendran hijos para el Cielo; que peregrinan hacia la Patria definitiva como adoradores en espíritu y en verdad (Jn 4, 23) del Salvador.


La siguiente vocación, íntimamente ligada a la primera, es a la de ser hijos de Dios, en el Hijo, desde el glorioso y santo Bautismo. Desde entonces, como hijos adoptivos, pasamos a formar parte de la Iglesia; y a ser curados, alimentados y sostenidos por sus sacramentos, en el camino a la Eternidad. En ella, casados como Dios manda, una infinidad de varones y mujeres, fundan, así, sus respectivas “iglesias domésticas”. Que el Señor, obviamente, cuida y fortalece en proporción a la docilidad a su gracia. Aquí se juegan todas las vocaciones. Por eso, el demonio –como se lo revelara Sor Lucía, vidente de Fátima, al Cardenal Carlo Caffarra- la ataca con toda su furia; como simultáneo tiro de elevación al Sacerdocio. Y aquí nos encontramos con el gran desafío. La vocación al Sacerdocio es insustituible para la Iglesia. Ella vive de la Eucaristía; y sin Eucaristía no hay Iglesia. ¿Y por qué faltan sacerdotes? Porque, entre otras cosas, faltan hijos; y crecen geométricamente, además, quienes nacen en contextos laicistas, hostiles a la fe, y que endiosan los placeres y la comodidad. Por cierto, hay casos de sacerdotes nacidos en ambientes ateos y hasta anticatólicos; que, pese a ello –e, incluso, por eso mismo- vieron germinar su vocación, pero son las excepciones.


Otra vocación, que se nutre también obviamente del matrimonio y la familia, es a la vida consagrada. Imprescindible, claro está, para el debido culto a Dios, la evangelización del mundo, y el sostenimiento de la Iglesia. Y con múltiples frutos de santidad, a lo largo de la historia.

Cada vocación al Sacerdocio y a la vida religiosa es única e irrepetible. Y aunque, en su gran mayoría, tienen no pocos denominadores comunes, en cuanto a historia personal, camino en la fe, formación cristiana en la familia y práctica sacramental, otras tantas muestran claramente la Omnipotencia de Dios, que saca de las piedras hijos de Abraham (cf. Mt 3, 9); y llama a los que Él quiere (cf. Mc 3, 13). Son los casos en que humanamente, ni de lejos, se esperaba una vocación. Y, sin embargo, ahí están, rutilantes, abnegadas, “todo terreno”…


Cada historia vocacional es fascinante. Cada día estoy más convencido de que hacerlas conocer, como es debido, trae frutos extraordinarios. Que llaman a cuestionarse, también, el propio llamado. Voy a detenerme, de cualquier modo, en los casos de más de una vocación en la propia familia.


En los propios apóstoles de Jesús tenemos el caso de Andrés, y su hermano Pedro (cf. Jn 1, 40 – 42); y el de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo (Mt 4, 21). Desde allí, hasta nuestros días, se registran en la Iglesia una enorme cantidad de llamados parecidos. Uno de los más emblemáticos es el de San Bernardo de Claraval, conocido como “cazador de almas y de vocaciones”; quien terminó llevando al convento, además, a sus cuatro hermanos mayores y un tío. O el de Santa Teresita del Niño Jesús, con otras cuatro hermanas monjas: tres carmelitas y una visitandina.


Se cuentan, también, a montones, en nuestro siglo XXI, historias similares; especialmente, hoy, en la martirial África, y en la prometedora Asia, los únicos dos continentes del mundo, en los que la Iglesia muestra decidido crecimiento. Y aunque, con notables diferencias, ello se registra en parte en nuestra América; mientras se superan, lentamente, los daños que causaron las corrientes “liberacionistas”, y otros tipos de opciones, con poco de Cristo, y mucho de ideología.


Las familias numerosas, como hemos dicho, llevan por lejos la delantera en la cantidad de vocaciones que, generosamente, suscitan para la Iglesia. Ya lo decía el genial Hugo Wast, en su ensayo “Cuando se piensa”, sobre el Sacerdocio: Uno comprende el afán con que en tiempos antiguos cada familia ansiaba que de su seno brotase, como una vara de nardo, una vocación sacerdotal (“Navega hacia alta mar”. Vórtice – Didascalia. Buenos Aires. 1996. Pág. 189). Hoy, también, las hay. Voy a citar, tan solo, unos pocos ejemplos que conozco en Argentina: matrimonio con cinco hijos sacerdotes, tres hijas religiosas, tres hijos casados y con hijos y una hija, muy pequeña, en el Cielo.


Otro matrimonio con cinco hijos varones: los cinco son sacerdotes o religiosos en distintas congregaciones. Matrimonio con cuatro hijas; de las cuales tres son monjas de clausura. Padres con tres hijos sacerdotes; enviuda la madre, e ingresa a la congregación femenina, de la familia religiosa de sus hijos. Podría enumerar muchísimos casos más. Y cualquier católico, más o menos informado sobre lo que ocurre en la Iglesia, está en condiciones de hacer otro tanto. Se trata, entonces, de no sucumbir al pesimismo, ni al celo amargo, ni a la queja estéril, ni muchísimo menos a una rendición incondicional. Y, por supuesto, contribuir a generar un clima auténticamente vocacional; con el que ninguna vocación se pierda por falta de descubrimiento, apoyo y guía.


Un sacerdote o una vocación a la vida consagrada no se bajan de una góndola de un supermercado, ni vienen a través de esas aplicaciones de gran popularidad que permiten recibir pizzas o empanadas en los domicilios. Son varios años (por lo general, no menos de ocho), en los que se prepara a los candidatos en las distintas dimensiones: humana, afectiva, espiritual, intelectual, comunitaria y pastoral. Y ello implica desde tener los formadores suficientes, y bien preparados, hasta los recursos económicos imprescindibles. Nada de mezquindandes, entonces, a la hora de aportar respaldo y dinero para ese fin.


Disfruto muy especialmente a la hora de escribir semblanzas sacerdotales y religiosas de consagrados de nuestro tiempo. Y no puedo dejar de conmoverme cuando son varios los hermanos que abrazan la vocación. Ve allí uno, nítidamente, la mano de Dios a través de los padres y los abuelos (hoy, estos últimos, lamentablemente, no están en casa, con los nietos; habitan en geriátricos o van a los gimnasios para “verse bien”…). Con hogares devaluados y casi inexistentes, todo cuesta, obviamente, muchísimo más.


Detrás de familias con varias vocaciones al Sacerdocio y la vida religiosa, se observa con nitidez la perseverancia de los padres por rezar e ir a Misa, juntos con sus críos. Y, también, el ambiente saludable para no intoxicar a los pequeños con telebasura, y otros males de la tecnología. Y hasta una sana competencia entre los hijos por ver quién es más lector de la Biblia y de libros con historias de santos; o con qué fervor rezan el Rosario o realizan los diversos apostolados.


“De niño yo jugaba a decir Misa, y mi prima se ponía una toalla en el pelo, simulando ser monja –me relata siempre, emocionado, un querido hermano sacerdote-. Soy cura, y ella ya realizó los votos perpetuos en una congregación floreciente en vocaciones”. Cuánto amor a Cristo, cuánta oración, cuántas penitencias, cuántas lágrimas, cuántas tribulaciones edifican a la Iglesia. Porque, como escribió nuestro gran poeta católico Francisco Luis Bernárdez, “no se goza bien de lo gozado, sino después de haberlo padecido. Porque lo que el árbol tiene de florido, vive de lo que tiene sepultado”.


Hace tiempo que quería escribir estas líneas. Pero, como ocurre con frecuencia, lo urgente posterga a lo importante. Dos hechos, particularmente impactantes, me conmovieron; y, por lo tanto, me di manos a las obras. Por cierto, no son los únicos casos que dan testimonio, contra todo pronóstico, de la multiplicación de vocaciones. Sin embargo, éstos tienen una especial relevancia; y, por lo tanto, brillan intensamente.


Se trata, por un lado, de los hermanos de sangre Yellico, nacidos en Estados Unidos. Él, Joseph, es un avanzado seminarista (ya está en Teología); y su hermana, Hannah, ya hizo su profesión religiosa en la congregación de las Hijas de la Virgen Madre. Su testimonio vocacional recorrió el mundo, a través de los distintos portales. Ver sus rostros radiantes; llenos de amor a Cristo, en las fotos en que aparecen juntos, permite imaginar qué fecundo ha sido su primerísimo seminario, y noviciado: el de su propio hogar. Sin dudas, sus creyentes padres contribuyeron en gran medida a esculpir semejante expresión de felicidad. ¡Cómo no imaginar lo honrados que estarán hoy! ¡Con qué fervor, en cada Magnificat le darán gracias al Señor por las grandes cosas (Lc 1, 49) que, también, hizo en ellos! Cuando los hogares católicos buscan ser reflejo del de Nazareth es natural que se multipliquen allí semejantes frutos.


El otro ejemplo al que quiero referirme es al de la diócesis nigeriana de Nsukka; que acaba de ordenar 23 sacerdotes en este mes, y que ha duplicado (de 195, en 2013; a 417, en 2024) el número de sus presbíteros, en diez años. ¿Y cómo puede explicarse frente a lo que sucede, mayoritariamente, en la Iglesia de Occidente? Entre otros factores, en la ortodoxia de la doctrina, en la defensa de la Tradición y de la familia, en su rechazo claro a la ideología de género y sus colaterales y, por supuesto, en los mártires que se multiplican en la región, en manos de los musulmanes.


En la homilía de la Ordenación, el obispo, Mons. Godfrey Onah, dijo, entre otros conceptos, que los nuevos sacerdotes, “apartarán a las personas del pecado mediante el Bautismo, las reconciliarán mediante el sacramento de la Penitencia, las fortalecerán en Cristo mediante la Eucaristía y las curarán mediante el sacramento de la Unción. Satanás no estará contento con su trabajo. Por lo tanto, deben ser cautelosos, conscientes de su fragilidad como vasos de barro y de la preciosidad del tesoro que llevan”. Y, para que no queden dudas (1 Cor 10, 12: “El que se cree muy seguro, ¡cuídese de no caer!”), añadió: “Hay ciertos lugares que los sacerdotes deben evitar, ciertos sitios web que no deben visitar, ciertas aplicaciones que no deben descargar y ciertas redes con las que no deben relacionarse. Incluso su atuendo debe reflejar su sagrada vocación”. Nuestras abuelas decían que cuentas claras conservan la amistad. Evidentemente, también multiplican las vocaciones…


Nuestro amado Benedicto XVI, a quien tanto extrañamos, al hacer un ferviente llamado a descubrir la propia vocación, dijo en más de una oportunidad que Dios no quita nada, y lo da todo. Y ello pueden reiterarlo una infinidad de sacerdotes y consagrados, desde la propia experiencia. Somos muchísimos los que repetimos, junto con el recordado padre Jorge Loring que, si volviésemos a nacer, no una vez, sino mil millones de veces volveríamos a ser sacerdotes.


Asistimos, en los últimos tiempos, a un fenómeno notable: entre las novísimas generaciones de jóvenes, hay mucho más interés por la ortodoxia y la Tradición que en otras décadas. Son, en buena medida, los nietos de aquellos que fueron jóvenes en los años sesenta, del siglo pasado; y que, entonces, sucumbieron en gran parte al hipismo, al “amor libre”, a la marihuana, y otros tantos vicios. Aquellos vínculos líquidos, sin Absoluto, con fe solo en el “progreso humano”, y sin compromisos duraderos, nos trajeron, sin embargo - ¡Dios hasta de los peores males siempre saca bienes! -, estos adolescentes distintos. Que, en buena medida, por ver a sus padres y abuelos “hartos de todo, llenos de nada” –como reza un bello Himno de Vísperas, de la Liturgia de las Horas-, eligen la seguridad de la Roca, que es Cristo. Comprenden, así, que en sus propias vidas se cumple aquello de Chesterton: “La Iglesia es la única institución que libera, a los hombres de todas las generaciones, de ser esclavos de su tiempo”. Y las ansias de libertad, heroísmo y santidad se ven siempre, especialmente vigorosas, en los más chicos. Saben que solo la Verdad los libera (cf. Jn 8, 32). Y la Verdad tiene nombre propio: Jesucristo; Camino, Verdad y Vida (Jn 14, 6). A quien seguir no vale la pena, ¡vale la vida!


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