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No Seamos Incrédulos, Sino Creyentes


Por Miguel Ubiarco


La incredulidad de nuestros días no es sino el resultado de un proceso centenario, que aparta peligrosamente al hombre de su creador y le entrega en bandeja de plata al príncipe de las tinieblas, con la posibilidad muy alta de perder su alma, aunque el mundo esté rendido a sus pies, fracaso que reconocerá en las postrimerías.


“Porque me has visto, has creído; dichosos los que han creído sin haber visto.”, le dice nuestro señor a Tomás apóstol.


Santo Tomás tuvo la suerte de haber caminado con Nuestro Señor Jesucristo y de haberlo conocido, sin embargo, a pesar de que había presenciado un sin número de milagros, dudó de la resurrección, y es entonces que Cristo le hace un único reproche a quienes, por cierto, ya había perdonado por su abandono.


Recientemente recordamos a Santo Tomás Apóstol, por ello  es una buena ocasión para la reflexión sobre el estado de las cosas que vemos hoy en día, en donde la incredulidad es un elemento cotidiano, diríamos altamente enraizado en el pensamiento del hombre del siglo XXI.


No importa la edad, el hombre actual ha sucumbido a la tremenda loza liberal que permea el ambiente y se ha mimetizado en la forma de ser, de actuar y en muchos casos, hasta en el pensar. Porque es tanto el bombardeo del tener para ser; de buscar ser exitoso a costa casi de lo que sea, de ser tolerante ante las novedades para evitar el señalamiento de ser cuadrado y buscar ser innovador, que ya no es importante si para eso se pisotean los principios fundamentales.


Los jóvenes que tienen una carga doctrinal muy light, sin duda están más confundidos que nunca; sin embargo, la inteligencia humana no está hecha para ser sometida, sino que es una facultad que de manera natural busca la verdad, la bondad y la belleza, y es a esa característica a la que apela el hombre de nuestros días para que dejemos de ser incrédulos en el tema de la trascendencia del alma.


Resulta paradójico que no creamos en esa verdad y sin embargo tomamos partido y prácticas desarrolladas por el ser humano en algunos casos fantaseando como si nos pudieran resolver la parte más importante de nuestra vida, y tenemos un comportamiento que nos arroja a manos del mundo, la carne y el maligno.


Se vive actualmente en una búsqueda frenética del placer y el bienestar, a costa de lo que sea, incluso, se lleva una vida agitada y expedita donde la inmediatez es lo que nos llena y satisface, pensando que con ello hemos resuelto al menos el día a día.

Hay un hedonismo desenfrenado que ha llevado a la degradación más inverosímil de la mujer, y el hombre es manipulado, mangoneado y tratado como bestia por la industria casi en todas sus modalidades promoviendo el desenfreno y la vida licenciosa, sin saber que la ruina moral terminará por acabar con esta sociedad que todavía palpita, pero que se consume en su escasa visión de futuro.


Se cree en soluciones artificiosas porque nos han hecho creer que es lo que necesitamos; se practican doctrinas y filosofías que nos alejan dramáticamente de la misión principal de nuestra vida: Salvar nuestra alma.


El maligno nos insinúa que no existe y que no pasa nada y ese es su gran triunfo, puesto que nos desarma y nos deja expuestos a todas las acechanzas que nos pretenden corromper. Nuestras defensas espirituales están socavadas y se nos olvida que es el padre de la mentira y que siempre nos pondrá a prueba a fin de conseguir su objetivo, que es la pérdida de nuestra alma.


Si humanamente percibimos en los aspectos materiales que la falta de una buena alimentación nos puede producir un cuadro anémico o de desnutrición; de una mala ejercitación física, un cuadro de flacidez muscular y atrofia propiciada por el sedentarismo; una ausencia de armonía familiar supone una posibilidad de ruptura o al menos de un ambiente tóxico; por analogía, en los aspectos espirituales, cuando la persona busca llenar su vacío espiritual puede ser arrastrado hacia  filosofías paganas, heréticas e incluso estilos de vida que terminan en una desorientación generalizada, frustración, desánimo y una gran desesperanza. Esto ocurre cuando la persona pone su confianza, más en aspectos humanos y materiales, que en lo que Cristo nos ofrece.


Lo que tenemos que hacer es sacudirnos el espíritu irenista y combatir contra nuestra insana inacción y movernos a proteger primeramente a nuestra alma y después a esa célula social fundamental que es la familia y sobre todo a encontrarnos y reconocernos como seres hechos a imagen y semejanza de Dios, para dar paso a la práctica de las virtudes y, sobre todo, creámosle a Cristo cuando nos señala que Él es el Camino, la Verdad y la Vida.


Tenemos que aprender de Tomás Apóstol y junto con él repetir ¡¡Señor mío y Dios mío!!, porque Dios sigue estando con nosotros en la Eucaristía y es ahí donde debemos ganar todas nuestras batallas, personales, familiares y sociales.


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