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Padecimientos en la Oración

Debemos luchar contra la pereza de nuestra naturaleza humana, atravesar procesos de purificación y confrontarnos con diversas tentaciones que quieren desanimar nuestra oración.


Padecimientos en la Oración

Por Hno. Elías


Quien emprenda seriamente una vida de oración –es decir, que no sólo ore ocasionalmente o cuando esté pasando una gran angustia– se dará cuenta de que no siempre es un camino fácil; sino que hay padecimientos que pueden hacer que la oración incluso se nos vuelva fatigosa. Incluso puede llegar hasta el punto de que nos quieran hacer dudar del sentido de la oración, porque parecería que Dios no la escucha y a nosotros mismos tampoco nos trae ninguna satisfacción. Así, el alma está en peligro de tirar la toalla y abandonar ese “fatigoso” trato con Dios. 


En primer lugar, hay que decir que la persona debe habituarse a la oración. Puede haber etapas en las que nos resulta fácil orar y nos complacemos en ese “llegar a casa” que experimentamos; etapas en las que se nos conceden sentimientos religiosos que nos llenan de dicha. Pero, a largo plazo, se requiere disciplina y resistencia para llevar una vida de oración regular. Ciertamente hay excepciones a lo dicho y podrá haber personas a las que en general les resulte fácil orar. Pero, por lo general, suele suceder como acabamos de decir. 


El abad de un monasterio trapense me dijo una vez: “¡Es más fácil convocar a los monjes para el trabajo que para la oración!”


¿Y por qué será esto así? Es porque el trabajo, siempre y cuando no seamos de temperamento perezoso, corresponde más a nuestra naturaleza humana en su dimensión sensitiva. Uno puede ver más fácilmente los frutos y constatar que ha hecho algo productivo. La oración, en cambio, y particularmente la oración en silencio, muchas veces no puede mostrar un resultado visible. Lo hacemos en la fe y en la esperanza de ser fecundos, y por amor al Señor. 


Además, la oración se relaciona más con nuestra naturaleza espiritual, y ésta requiere una formación especial, porque tiende a divagar y, como veíamos en la meditación de ayer, se deja distraer por las realidades exteriores. Todo lo que toca nuestros sentidos nos cautiva fácilmente, y así perdemos de vista lo esencial, que es simplemente estar junto al Señor. 


Los “padecimientos en la oración” pueden ser diversos y conviene analizarlos con atención para aplicar los remedios apropiados para cada caso.

En las pautas que siguen a continuación, parto del caso de una persona que no ha descuidado voluntariamente la oración para entregarse de forma desordenada a los placeres mundanos. En tal situación, es evidente que los “padecimientos” en su oración no serían más que la consecuencia de su propia negligencia.


Distracciones involuntarias


Son aflicciones que nos acompañan como consecuencia de la dispersión de nuestra naturaleza caída. No solemos ser culpables de tenerlos y tampoco pueden disminuir la fecundidad de la oración. Por supuesto que debemos estar atentos a no ceder a todas las ofertas que se le presentan a nuestra fantasía y memoria. Una y otra vez, con perseverancia, hemos de volver a enfocarnos en el verdadero objeto de nuestra oración. Si soportamos con paciencia las distracciones, el fruto será que el alma se vuelva más recogida y silenciosa. Entreguemos todas nuestras dispersiones en manos de Dios. ¡Cuánto nos gustaría orar recogidamente! ¡Sufrimos por no poder darle toda nuestra atención al Señor, siendo así que Él, más que nadie, la merece! Pero simplemente sonriamos ante nuestra miseria y aceptémosla de manos de Dios. A Él se la entregamos, mientras que nosotros damos nuestro “sí” a nuestra limitación y pequeñez. Dios sabrá llegar a nosotros y bendecirnos, a pesar de nuestro deplorable estado. Digámosle sencillamente que lo amamos y que a Él le pertenece nuestro corazón…


Sequedad en los sentimientos


Puede suceder que se nos retire ese gozo interior y el deleite que acostumbrábamos sentir en la oración, y, en lugar de ello, aparece una atormentadora sequedad. Quizá Dios nos había conquistado y atraído al inicio con la dulzura que solíamos experimentar. Pero ahora ya no lo sentimos, y entonces el alma se cuestiona qué es lo que le pasa. Algunos, sobre todo cuando están apenas al inicio del camino, podrían pensar que han hecho algo mal, que Dios ya no los ama, etc… Ha acabado el estado del primer enamoramiento, pero no se ha llegado aún a la solidez de un amor definitivo. Por más hermoso y embriagante que sea el enamoramiento, uno sigue estando atado a los propios sentimientos. Es por eso que ahora Dios guía al alma de otra forma, para que vaya madurando en ella un fuerte y sólido amor. Aquí es donde hay que mostrar la nobleza del alma, buscando a Dios por causa suya y no por los sentimientos que nos conceda. En este punto, hay que cuidarse de la tentación de reemplazar la oración por algo que sea más productivo, razonable y práctico. ¡Aquí es donde se requiere fidelidad! En la medida en que perseveremos en la oración y no la reduzcamos; sino que incluso la aumentemos, crecerán “a oscuras” en nuestra alma las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. ¡Aquí es donde se despliega el verdadero amor y empezamos a madurar en nuestro camino!


 Aversión a la oración


Cuando se cultiva una intensa vida de oración, puede suceder que aparece una aversión o un fastidio a la oración, a la Palabra de Dios, a lo religioso en general. ¡Todo parece sin sentido! Esto puede tener diferentes causas. Por un lado, el Diablo siempre está interesado en disuadirnos de avanzar en la vida espiritual y actúa por medio de sugestiones, queriendo influenciar nuestros pensamientos y sentimientos. Por otro lado, el desgano puede proceder también de nuestra naturaleza humana, que se rebela contra las exigencias de la fe y, de una u otra forma, dice: “Ya no quiero más”.


Esta situación debe ser afrontada con sabiduría. Podemos simplemente confesarle a Dios nuestro amor, decirle que no queremos ese tipo de sentimientos, aunque los notamos en nuestro interior. Aquí vale hacer una clara distinción: Si yo no consiento con mi libertad los pensamientos y sentimientos negativos, estoy ofreciéndoles resistencia, aunque sea con la “punta” de mi voluntad. En este caso, la aversión no es consentida, de manera que tampoco puede desplegar su potencial destructivo.


También es posible que surja la aversión ante una determinada forma de oración, como, por ejemplo, la oración vocal. En este caso, es posible que el Señor lo permita para que busquemos una oración más silenciosa, que es capaz de tocar más a profundidad el alma. 


En todo caso, hay que permanecer fieles a la oración y no dejarla de lado. Dios mira la miseria del alma; Él habita en ella y la protegerá. Podemos recurrir a él con toda confianza y decirle: “Señor, yo ya no entiendo nada, pero Tú me conoces. ¡Quiero serte fiel! Tómame por favor como soy, con todo este desgano y aversión que siento.” Así, este tipo de crisis puede aportar al crecimiento espiritual.


Alma muda


También puede suceder que el alma llega a un estado en que ya no parece ser capaz de decir nada, se siente vacía y quemada... Todo lo que pueda decir le parecería falso, como si fueran meras palabrerías, sin sentido ni cordura. Este estado es muy doloroso y puede causar una gran confusión en el alma. Pero, desde la perspectiva de Dios, la situación se ve distinta. Precisamente cuando uno se encuentra en un estado subjetivamente perdido y, a pesar de eso, sigue sirviéndole a Dios y no descuida la oración, entonces ya no está entregando algo de sí mismo, sino que uno se está entregando a sí mismo. Puede que el alma calle, pero el espíritu habla. El alma no puede ya articular palabras; parecería que algo en ella quiere gritar, pero el grito se transforma en gemidos y suspiros… El alma cree que no está dando nada; pero en realidad se está dando a sí misma y dejando que sea Dios quien reine.


Un Dios callado


También hace parte de los padecimientos de la oración el hecho de que a veces parece que no recibimos respuesta de parte de Dios. Esto puede tornarse muy doloroso, sobre todo cuando estábamos acostumbrados a un diálogo muy vivo con Dios y solíamos experimentar cómo nuestras oraciones eran escuchadas y respondidas. Ahora, en cambio, sucede que oramos y sabemos que Dios nos entiende, pero no percibimos su respuesta. Un Dios que calla, un Dios taciturno… El alma ya no experimenta sensiblemente la presencia de Dios. Depende totalmente de la fe, pero precisamente así se fortalece. Este proceso, cuando no podemos ya apoyarnos en la experiencia interior sino sólo en la fe, hace parte de la así llamada “purificación pasiva”. 


Cerremos el tema de los padecimientos en la oración con esta conclusión: en todas estas crisis sobre las que hemos hablado, debemos aferrarnos a la vida de oración para crecer interiormente. Así podremos demostrarle a Dios nuestra fidelidad y creer firmemente que Él está ahí, aun si no lo sentimos. ¡Aquí se requiere nuestra confianza en Dios!



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