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Un Católico no Debe ir al Antro

Los jóvenes de la actualidad gustan acudir frecuentemente a estos lugares, pero ¿deberían los católicos asistir a ellos?


Católico no debe ir al antro

Por Juan J. Vázquez


Hoy en día uno de los lugares más visitados por los jóvenes (católicos y no católicos) durante los fines de semana - o incluso entre semana -, son los antros o discotecas.


Como muchos sabrán, los antros son aquellos lugares de fiesta nocturna en los que nos encontramos con música, bebidas, luces, humo; y muchos jóvenes (y otros no tan jóvenes) bailando y tomando hasta la madrugada.


Para el joven mundano de hoy, el antro es como una “iglesia” a la cual se debe asistir sin falta cada semana. Más debemos preguntarnos, ¿deberían también los jóvenes católicos acudir a estos lugares?


Analicemos todos los efectos e implicaciones que tiene la visita a estos lugares.


La música


En estos lugares, la música reproducida por el “DJ” es prácticamente en su totalidad obscena, con ritmos y letras llenas de vulgaridad, lujuria e invitación explícita al pecado. Música que incita a los jóvenes a bailar “pegados”, a realizar movimientos lo más sensuales posibles, que los excitan y enardecen; por supuesto, después de esta experiencia, poco o nada habría para detenerlos, pues ya quedan “listos” para caer en los pecados de la carne.


Cuando un católico experimenta una sincera conversión, cae la venda de sus ojos y puede descubrir las argucias del enemigo infiltradas en las piezas musicales que gustan tocar en esos sitios con un gran éxito y que incitan a los pecados contra la castidad y la pureza. (Aquellas pocas que no invitan a la lujuria, invitan al libertinaje, a las drogas u otros excesos)


No vaya a ser que la noche del sábado Dios nos encuentre cantando a todo pulmón canciones de Bad Bunny como “Safaera”:


Si te lo meto no me llame'

Que esto no e'pa que me ame', ey

Si tu novio no te mama el culo

Pa eso que no mame


…y la tarde siguiente en Misa dominical cantando “Santo, Santo, Santo”.


El aturdimiento de los sentidos


El conjunto de los elementos presentados en estos lugares, lleva inevitablemente al joven a un aturdimiento de sus sentidos, los cuales son atacados por la vista con láseres y luces que se apagan y prenden siguiendo un patrón rítmico que deslumbra y perturba los ojos; por el oído, con la música obscena excesivamente estruendosa y llena de ritmos que afectan la respiración y ritmo cardiaco; y por el sentido del gusto con las bebidas embriagantes que estaría de más explicar los efectos que tienen en la lucidez y gobierno de cada persona. (Sin mencionar que en muchos de estos lugares se comercian drogas que terminan de adormecer por completo los sentidos).


Este aturdimiento de los sentidos conduce principalmente a dos cosas: Primero, a oscurecer nuestra propia conciencia y juicio, entregando a las pasiones el control de aquello que nos hace humanos y semejantes a nuestro Creador; la inteligencia y voluntad, y por consecuencia, a semejanza de un animal tal, bestializando al hombre.


En segundo lugar, este ataque a los sentidos, habiendo despojado a la persona de su recto juicio y haciéndola que se entregue a sus pasiones, termina por despertar en ella sus más bajas inclinaciones; la lujuria y la promiscuidad, asemejándose – una vez más hay que decirlo – a las fieras que son guiadas únicamente por su instinto animal.


Y claro que no podemos olvidar que, después de una noche de atacar a tal grado los sentidos, la mañana siguiente el cuerpo pagará el costo. Pudiendo esto ser causa adicional de otro pecado: faltar al precepto dominical.


La vestimenta


En cuanto al vestir en estos lugares, ya se imaginará el lector a lo que me voy a referir. En el tema de la vestimenta la más aludida suele ser siempre la mujer y con razón lo es, ya que ella posee un extraordinario poder mediante el cual muchos hombres pueden llegar a hacer grandes cosas o pueden ser llevados a caer en los pecados más bajos.


Cuando Adán y Eva cayeron en el pecado original, la naturaleza del hombre y la mujer quedaron heridas en distintas formas. Ella, deseando ser vista y alabada por su belleza, mientras que él, deseando ver y gozarse en esa belleza.


Después de varios milenios la historia no es muy distinta, en su naturaleza desordenada, hoy en día la mujer disfruta y añora ser vista, recurriendo para este objetivo a la cultura que actualmente hombres y mujeres llevan metida en sus mentes: la lujuria. Siendo así que la mujer se viste de manera inmodesta y sugerente, mientras que el hombre al igual que siempre en la historia, disfruta de ver ese espectáculo de belleza que hoy en día la mujer ofrece sin ningún alto costo.


Siendo así pues que, si ya la mujer en las calles suele vestirse inmodestamente en la actualidad, en especial en estos lugares a los que nos referimos en este artículo suele hacerlo con más empeño. Puesto que consciente o inconscientemente ella misma sabe que estos lugares son el lugar perfecto para un despliegue de inmodestia e invitación a la promiscuidad. Invitación a la cual la mayoría de los hombres estarán contentos de responder.


La impureza


Después de todos los puntos anteriores, debería quedar en evidencia que estos lugares promocionan principalmente la impureza. Invitan a la glotonería, a la pérdida de los sentidos, al exceso y a someternos a nuestras pasiones más bajas.


Quede advertido pues el joven católico, que acudir a estos lugares primero que nada pone su alma en gran ocasión de pecado, ya sabe, aquella que recitamos en el acto de contrición al confesarnos “propongo firmemente nunca más pecar, y apartarme de todas las ocasiones de ofenderte”, y segundo, al aceptar lo que ofrecen estos lugares y caer en los pecados contra la castidad, la persona ofende gravemente a Dios, y de no arrepentirse y morir, ya podrá imaginar el destino eterno de su alma.


También a este respecto queden advertidos los padres de familia, puesto que Dios ha confiado a ustedes las almas de sus hijos, y en mayor o menor medida, serán responsables de las acciones de ellos en cuanto a las enseñanzas y permisos que les hayan otorgado.


Para concluir, si tuviera que resumir en tres palabras la razón por la que cualquier católico debería apartarse de estos lugares, diría: Lujuria, lujuria, lujuria.





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